Llegué impuntual a la cita. Eso pensé. Pero no. Ayer no hubieron horarios. De nada sirvió haber pasado la noche pensando si sí o no. Lo confieso, busqué pretextos para no ir. En una parte de mi cerebro el resquemor estaba. Pero fui y no conocí el miedo sino la hermandad, el coraje, la decisión…
La decisión de más de 50 mil mujeres de todas las edades y “clases sociales” que durante poco más de cinco horas cantaron, brincaron, pintaron; y ahí entre todas nosotras, LAS MAYORES JUANAS SIN MIEDO… las encapuchadas, sin duda, las más jóvenes Esas a quienes los baldes de agua fría no les dan miedo sino les sacan la casta. Casta que hoy agradezco porque todas somos una.
Porque pude palpar el dolor de muchas, la angustia de otras. Recorrer kilómetros de emociones y pancartas, de escuchar incluso los silencios de la desesperación que apresaba a muchas.
Porque olí la sangre que nos hermana, porque sentí desvanecerse a pleno sol las sombras del mutismo.
No fue, para nada, la marcha más violenta como aseguró el que otrora fuese líder estudiantil, hoy disfrazado de pajecillo. Lo que sí fue, fue una enorme mancha color violeta.
Y no, no confundo los colores. Los fundo por su significado y, desde luego, significancia.
Porque en conjunto nos hablan de la grandeza de lo sucedido ayer, iniciado hace cuatro años atrás.
El violeta sí forma parte del espectro de los siete colores teorizados por Newton. Es decir, está ahí. Nadie puede negar su existencia mientras que el morado se crea a partir de toda la gama que se encuentra entre el rojo y el azul. Fusión.
Una paleta enorme de tonalidades como la diversidad de mujeres que ayer, durante la marcha del 8 M mostró, cada una a su manera, ese músculo que tanto temor y desdén le produce al hoy inquilino de palacio: el de la sororidad.
Nunca más el silencio. Nunca más el abuso. Nunca más las heridas. Nunca más la vergüenza. Y llegará, llegará el nunca más un feminicidio.
Ayer las jóvenes lo demostraron. Son ellas quienes educarán a los hombres del mañana. No más machos, no más violentos, ellos sí y mucho.
No más princesas ni cenicientas en busca de una zapatilla ajustada sino de calzado cómodo y a sus anchas.
A un año de subir el último escalón de los 50 e ingresar a eso que llaman la tercera edad, ayer me sentí en mi primera infancia. En esa etapa en que hombres y mujeres no tienen maldad y son pares en el juego de la vida. Y que conste que me parió una mujer que en los 50s llegó a la redacción de Excélsior. Es decir, soy producto de aquellas primeras feministas…
Ayer me sentí enorme porque comprendí que, a cambio de hijas, eduqué a dos hombres que ven a la mujer como su par.
Y no pude dejar de compararlos con el vendedor de mangos, que, en medio de la marcha, sin miedo y con alegría, festejaba con nosotras cada grito, cada brinco, cada consigna.
Porque todxs somos le humanidad..