Por Ana L. Coll (@yanak61)
El domingo 3 de mayo de este año del Coronavirus, Pedro Sánchez, presidente del gobierno de España, compareció ante las cámaras en una de sus interminables chácharas semanales para informar a los españoles que el confinamiento doméstico, el más duro y largo decretado en todo el mundo, estaba a punto de llegar a su fin y, que un plan de desescalada iba a comenzar en los días siguientes hasta que toda la población fuera depositada en la orilla de lo que llamó “la nueva normalidad”. La nueva normalidad es una expresión con las que nos habían bombardeado con harta frecuencia tanto desde púlpitos políticos como desde los medios de comunicación. En resumen, se trataría de un tiempo de duración aún desconocida, en la que la Humanidad conviviría con la Covid-19 hasta que apareciera la vacuna capaz de protegernos y los antivirales efectivos para proteger a las personas que, pese a todo, resultaran infectadas. No se trataba, en consecuencia, de un concepto novedoso para los españoles, sin embargo, el presidente del gobierno quiso darle tal relevancia a la inminente llegada de este nuevo periodo, que en una alocución de hora y media de duración, repitió la expresión, al menos en treinta ocasiones.
La primavera, el verano y este otoño que está próximo a finalizar, ha sido todo menos normal en todos los países, cada uno con sus particularidades. En el caso de España, el llamado oficialmente Plan de Transición, y de manera coloquial “la desescalada”, fue un verdadero fiasco al encontrarse un gobierno débil, por su ayuna mayoría parlamentaria y desbordado por la gravedad de la situación, acorralado por la oposición de los partidos de derechas quienes, tras negarse a seguir aprobando en sede parlamentaria nuevas prórrogas de medidas de movilización más restringida, alentaron a sus partidarios a organizar incívicos actos de protesta y acusaron al ejecutivo de delirantes planes totalitarios. Además de la tan brutal como irresponsable conducta de la oposición, las exigencias del empresariado, en especial la del sector turístico, convirtió el periodo de Transición en un enorme rosario de equivocaciones y sinsentidos que llevó al país a ser el más castigado de toda Europa durante buena parte del mes de octubre y noviembre. La desescalada acabó siendo un puzle de mil pedazos donde cada territorio, incluso descendiendo a la escala de ciudades, pueblos, barrios y calles ha ido viviendo una realidad diferente, en muchas ocasiones, cambiando con frecuencia quincenal. Y como música de fondo, las mismas sirenas, es decir, los políticos y los medios de comunicación, coreando, casi siempre a gritos, que esta pesadilla está a punto de finalizar porque una batería de vacunas están a punto de llegar para rescatarnos y, con ellas, todo volverá a ser como era la vida de cada cual antes de la primera quincena del mes de marzo. Causa una mezcla de sorpresa y de ternura que sean millones los seres humanos dispuestos a dejarse mecer por una nana infantil. La nueva normalidad, no ha sido más que un caos que ha propiciado más saturación de las infraestructuras sanitarias, mayor número de fallecidos, más destrucción de empresas y de empleos y, sobre todo ha profundizado mucho más que cualquier otra crisis conocida, en la desigualdad social. Así que lo que viene, no va a ser nuevo y, si lo consideramos normal, será porque, de una u otra manera, hemos aceptado que el bienestar, la libertad y la felicidad son categorías a las que no pueden aspirar gran parte de los hombres y mujeres que pueblan el planeta.
Lo primero anormal de la nueva normalidad es la universalidad de la expresión: nouvelle normalité; new normality, nuovo normale, novo normal, neue normalität, y así en cada una de las lenguas vivas. En un mundo de una diversidad tan deseable como asombrosa, el próximo periodo de la Humanidad va a llamarse igual. La lingüística ha sido el arma perfecta para el primer triunfo del Imperio Global al que íbamos encaminados antes del Coronavirus pero cuya llegada ha adelantado, al menos una década, esta pandemia. Ni la ciencia, ni la tecnología, ni la política, ni la economía, ni la guerra. Una disciplina tan minusvalorada como lo es en la actualidad la lingüística se ha convertido en la certera punta de lanza de la definición de la vida humana en un futuro inmediato.
Nueva normalidad no significa más que lo que había alcanzado un consenso suficiente para darse por supuesto, a partir de cierto momento, va a convertirse en anómalo y como tal perder su condición de categoría. Esto debería haber hecho saltar las alarmas en las cátedras y cenáculos de los filósofos, sociólogos, periodistas y escritores. Al igual que los lingüistas, profesionales cuyos conocimientos han venido siendo devaluados de manera inmisericorde en aras de una tecnocracia, en muchas ocasiones, desprovista de conocimientos humanísticos. El cambio de la primacía del saber por la comodidad del automatismo ha despojado a los seres humanos de sus principales posibilidades para entender sus ecosistemas políticos y sociales, posicionarse con argumentos ideológicos sólidos, tomar partido con sensatez y defenderse del abuso de los poderes o instituciones crápulas.
La nueva normalidad está a punto de ser la estructura que arrolle a los habitantes de los países con índices de desarrollo bajos, a la vez que arrolle a los pobladores de las zonas con mayores avances pero que, desde hace dos generaciones, han renunciado a su madurez intelectual y moral arrastrados por la tecnofila y el consumo. Una especie humana compuesta por pobres, que tienen niños, y seres infantilizados que no los tienen. Y unos y otros van a estar más separados que nunca.
Parece ser que, entre lo nuevo y lo normal que se nos avecina, algo a destacar es lo siguiente: según nos cuentan, los movimientos de las personas no volverán al grado que conocimos hasta el pasado mes de marzo hasta que el 70% de los habitantes de un territorio están vacunados. Los gobierno de los países más ricos o, en su defecto poderosos, han adquirido dosis de vacunas que doblan, y en algunos casos triplican, el número de sus poblaciones. Así lo ha hecho la Unión Europea, los Estados Unidos de América, Canadá, Japón, Rusia, China o los Emiratos Árabes. En el otro fiel de la balanza se encuentra África, el sudeste asiático y Latinoamérica donde millones de personas viven en zonas de difícil acceso, con climas de altas temperaturas, deficiente y desigual desarrollo. Lo nuevo y lo normal va a ser que los humanos protegidos amplíen sus márgenes de confianza a los gobiernos para que estos aumenten sus niveles de control tanto entre sus propios ciudadanos que no quieran ser inoculados, ya que las vacunas está universalmente garantizadas y serán gratuitas, como a todos aquellos que procedan de lugares menos favorecidos y garantistas. Si 2020 ha sido un año de confusión, no tengan dudas de que 2021 va a ser un año de asombro. El verdadero escenario temporal en el que vamos empezar a visualizar lo que va a ser nuestra vida y la de las jóvenes generaciones hasta que, Dios sabe cuándo, salte una nueva tormenta perfecta que desencadene otro inédito paradigma.
El jueves ocho de octubre de este año del Coronavirus, en la prensa apareció una noticia a la que no se le dio la repercusión que merecía: La escuela de pilotos de la compañía aérea alemana, Lufthansa, recomendó a sus alumnos de la escuela de pilotos que posee en Bremen y en la que se habían matriculado 700 jóvenes, que abandonaran sus estudios y de manera inmediata comenzaran a buscar otros empleos. Además, la empresa se ofrecía a devolver todo el dinero que los estudiantes habían invertido hasta ese momento así como a suprimir sus créditos bancarios contratados con tal fin. “Las aerolíneas de todo el mundo no van a necesitar pilotos, con o sin formación, en muchos años”, añadía la aerolínea en su nota pública. Lo nuevo y lo normal es un inminente mundo de máxima conectividad virtual mucho más fácil de hipercontrolar que mareas de humanos, yendo y viniendo de allá para acá, como si el mundo entero fuera el salón de una casa.