Por: Ana L. Coll (@yanak61)
Apenas incorporados, aún con retrocesos y trompicones, a la nueva normalidad que es el tiempo con el que los mandatarios han decidido llamar a la vida postpandémica, una de las primeras cosas de las que empezaron a contarnos es que una nueva tecnología, la de la aviación hipersónica, estaba de estreno y su uso generalizado podría ser inminente. Aviones militares capaces de atacar cualquier remoto lugar del planeta sin que los radares convencionales tuvieran tiempo siquiera de detectarlos. Aviones civiles preparados para trasladar a viajeros a lejanas distancias en tiempo increíblemente breve. Así por ejemplo, una persona podría desplazarse, por ejemplo, de Madrid a Nueva York en una hora, tiempo incluso menor del que infinidad de madrileños se ven obligados a invertir a diario para acudir a sus trabajos, acompañar al colegio a sus hijos o realizar cualquier otra tarea rutinaria que se realice de lunes a viernes en horas punta que son, en realidad, todas las horas excepto las de la noche y las del amanecer.
Es la velocidad, precisamente, la primera característica de esta nueva realidad. Todo a nuestro alrededor está ocurriendo a un ritmo tan endemoniado que las poblaciones no disponen tiempo para prevenir, comprender, prepararse y finalmente tomar decisiones. Las acciones nos vienen dadas cuando son ya hechos consumados e irreparables, la realidad explota ante nuestros ojos y oídos con tal rotundidad que es el desconcierto lo único que parece cohesionar a las distintas sociedades que en este siglo XXI coexisten hiperconectadas. Toda la capacidad tecnológica de las que disponemos en nuestra vida cotidiana no nos garantiza tener acceso a una información rigurosa. Y ese sí que es un gravísimo problema que debería poner en alerta a todos los periodistas del planeta.
La invasión de Ucrania por parte del ejército ruso es la último y más sangrante prueba, hasta este momento, de este uso de la hiperconectividad al servicio de la desinformación. La entrada de los rusos en territorio ucraniano nos cogió a todos por sorpresa. Bien es cierto que Joe Biden hizo saber que los servicios secretos estadounidenses daban por seguro el ataque armado, pero dada la incredulidad expresada por el resto de los países de la Alianza Atlántica, exige preguntarse a qué tipo de conclusiones llegaron los poderosos de esas naciones para poner en duda la advertencia del Comandante en Jefe de los Ejércitos de los Estados Unidos de América. “No habrá guerra”, repetían los analistas expertos en política internacional, los informativos de las radios y de las televisiones, los periodistas, los expolíticos e incluso los políticos en activo siempre deseosos de obtener un sobresueldo como comentarista y sacar a retumbar sus vacíos discursos en los altavoces de los medios de comunicación de masas. “No habrá guerra”, decían y, reconozcámoslo, decíamos porque era lo que nos decían, seguramente, porque su estrategia consistió en utilizarnos como a loros parlanchines. “No habrá guerra” al igual que nos taladraron y nos taladramos repitiendo, hace apenas dos años que la Covid-19 que ya ha matado a seis millones de personas, cien mil de ellas españoles, “aquí no puede llegar”.
Todo lo de la nueva realidad está sucediendo tan rápido que no nos permite reflexionar buscando conexiones entre los sucesos para elaborar un relato coherente. Este nuevo libro de instrucciones ha podido instalarse de manera inmediata porque ha caído sobre un terreno abonado: pueblos que idolatran la tecnología y el consumo inmediato, que proporciona satisfacciones inmediatas y certezas aparentes, y que han permitido a sus gobernantes atacar con auténtico ahínco todas las disciplinas que dotan a los humanos de las armas imprescindibles para sembrar algo de sabiduría. En un proceso de retroalimentación que aparenta no tener solución, los pueblos mediocres eligen mandatarios mediocres que a su vez siguen propiciando la mediocridad. Y así, los unos y los otros, los otros y los unos, han tejido una perfecta malla de vulgaridad moral en el que nadie sabe quién es el otro porque ni siquiera sabe quién es él mismo.
Hubo señales, por supuesto que las hubo, pero todas inmersas en una catarata de otros llamativos reclamos que aunque hayan sucedido hace pocos meses, tenemos la sensación de que están muy lejos o, ni siquiera, ya las recordamos. Señales como, por ejemplo, aquella rueda de prensa al aire libre del guapo presidente del gobierno de España, Pedro Sánchez, celebrada el 8 de julio de 2021 en Lituania y que tuvo que interrumpirse de manera abrupta por el vuelo amenazante de dos aviones cazabombarderos rusos. Lituania, conviene tenerlo en cuenta, es un país de la OTAN, de la Unión Europea y su moneda es el Euro. Finalizado en incidente, el presidente lituano, Gitanas Nauseda, aprovechó la oportunidad para justificar la petición de aumento de más efectivos de la Alianza en su territorio.
La nueva normalidad no consiste, en lo esencial, en entrar en un restaurante con cubrebocas. La nueva normalidad es un auténtico nuevo orden mundial a cuyo parto estamos asistiendo estupefactos mientras que, al menos es España, los mismos que decían “no habrá guerra”, ahora anden por las emisoras de radio y de televisión peleándose por si Putin es comunista o fascista. No saben porque no pueden saber. No saben porque se han empeñado en no saber.
En la nueva normalidad centenares de miles de ucranianos están empezando a cruzar las fronteras de otros países de Europa. A diferencia de lo ocurrido con los millones de sirios, afganos, libios, paquistaníes, eritreos, etíopes y de otras muchas más nacionalidades, los refugiados ucranianos han encontrado las barreras abiertas, abrazos para los adultos recién llegados y golosinas para los niños. Incluso los ultranacionalistas Orban y Duda, han hecho acto de presencia para remarcar el afecto que sienten por esos europeos expulsados de su patria en estos momentos de desgracia. Se trata de la misma república checa y de la misma Polonia que encerró durante un caluroso verano a multitud de seres humanos en trenes sin destino o que construyó alambradas con cuchillas para reforzar el daño físico y la humillación de aquellos indeseados extranjeros. También el peligroso populismo de extrema derecha ha hecho un viaje hipersónico a la nueva normalidad. Su xenofobia ha quedado reducida a los humanos procedentes de países musulmanes o del áfrica subsahariana. Y como esto traerá un nuevo reguero de consecuencias plasmadas en el ahondamiento de la pobreza y desigualdad, sería conveniente que nos lo tomáramos en serio.
Roto el viejo tablero geoestratégico, China y Rusia se disponen a gobernar todo lo nuevo y lo real alá donde les sea posible. Cuentan para ello con una presencia omnipresente en África y en América Latina firmemente anclada por sus excelentes relaciones con líderes populistas que alejan en lo político y en lo social a sus pueblos de todo contacto con los regímenes aún democráticos que todavía perviven y se estructuran en torno al estado social de derecho y del bienestar implantado por la socialdemocracia tras el fin de la II Guerra Mundial, esa misma guerra que acabó en Europa con la entrada de los tanques soviéticos en el Berlín hitleriano.
Al inicio de la Pandemia, Josep Borrell, ministro de Asuntos Exteriores de la Unión Europea, hizo unas declaraciones casi dramáticas al expresar el estupor que le había producido saber que en toda la UE no se fabricaba ni una sola pastilla de Paracetamol. Ahora que está comenzando este nuevo marco hegemónico, Úrsula Von der Leyen, la jefa de Josep Borrell es la que ha dicho alto y claro para quien quiera escucharlo que la UE ha aprobado por la vía de urgencia una ley de semiconductores para que de manera inmediata las empresas del viejo continente dispongan de 43.000 millones de euros para invertir en la fabricación masiva de microchips que protejan a Europa de la dependencia de potencias extranjeras y garantizar el suministro de estos componentes esenciales para la economía digital. La cerrazón de las puertas de Europa o de Estados Unidos a todos aquellos que no hayan sido vacunados con las empresas reconocidas por sus agencias estatales, va a parecer una anécdota en comparación con la guerra de los semiconductores. Desgraciadamente, las televisiones que emiten desde España y mucho me temo que las que lo hacen desde otros países, han optado, otra vez, en difundir en bucle imágenes impactantes en vez de trasladar a sus audiencias aspectos menos visuales que un edificio destrozado en Kiev pero de consecuencias de mucho mayor calado.
En 1823, es decir que estamos a punto de cumplir el bicentenario, el entonces presidente de los Estados Unidos, James Monroe, explicó en su anual discurso al Congreso el plan de su gobierno consistente en transformar la política exterior de ese país con una doctrina cuyo lema pasaría a la Historia con la siguiente frase: “América para los Americanos”. Y en estos doscientos años lo han cumplido a rajatabla no pisando suelo extranjera salvo como potencia militar envuelta en un uniforme de buenas intenciones libertarias que, en ocasiones ha sido providencial para el bien de esos otros países y, en otras, no tanto. Como anécdota curiosa cabe resaltar que James Monroe murió un cuatro de julio, el día patrio de los estadounidenses.
El socialista Borrell anunciando la necesidad urgente de que Europa disponga de una industria farmacéutica propia, la proclamación de la conservadora demócrata cristiana, Von der Leyen de la fabricación masiva de microcomponentes cuya meta está fijada en alcanzar el veinte por ciento de la producción mundial en 2030, y el ultranacionalista Orban repartiendo huevos Kinder a niños refugiados que llegan exhaustos a fronteras abiertas y a cuyos padres ni siquiera se les exige presentar un pasaporte porque, por su aspecto y vestimenta es obvio que se trata de vecinos, acaban de inaugurar la era de “Europa para los europeos”.
En poco tiempo, usted que me lee y yo que escribo estas líneas podremos viajar de un lado a otro del planeta invirtiendo el mismo tiempo que se nos va en nuestros diarios trayectos del centro de la ciudad a las zonas residenciales de las afueras. Y, sin embargo, las piezas que componen nuestro común mundo nunca habrán estado tan alejadas.