Encontrarme rodeada de plumas que han abierto espacios, que escriben con plena libertad y que profesan la sororidad como la madre de todas las religiones, fue una experiencia de alcances mayúsculos y cuya vivencia ha quedado tatuada (ya)en mi piel y en mi memoria.
Crecí entre remingtons y linotipos.
Soy hija de una de esas mujeres periodistas que dieron un vuelco a la banalización de la profesión y las mujeres. Cambiaron la sección de sociales del viejo Excélsior y la convirtieron en la mítica Sección B, miscelánea cultural que abrió espacios y rompió paradigmas: Ana Cecilia Treviño “Bambi”, María Idalia, Raquel Díaz de León, Magdalena Saldaña, Guadalupe Apendini, Noemí Atamoros…
Crecí entre ellas.
Conocí a algunas de las primeras editorialistas mexicanas: Magdalena Mondragón —quien disfrutaba ir a casa de mis padres y echarse hartos alipuces al calor de una plática que siempre parecía interminable con mi madre y su doctor predilecto, conversación que escuchaba yo escondida debajo de la cantina y que me provocaba dos que tres, sobresaltos, al escuchar sus “palabrotas”— , a María Luisa “La China” Mendoza, amiga y compañera de mi madre con una narrativa increíble, a Magdalena Saldaña, la cabronería hecha mujer, a Adelina Zendejas, admirada siempre, entre muchas otras.
En esa redacción aprendí de niña a respetar la diversidad de toda índole.
Ahí supe lo que significaba aquella palabra: “lesbiana”, pero nunca entendí la diferencia. Recuerdo a Rosa María “La Güera” Roffiel, a Jeannette Becerra Acosta… siempre sonrientes, siempre “a toda madre”.
Crecer entre tecleos y tintas, me llevaron a estudiar periodismo. Lo hice en la Carlos Septien García.
Ahí recuerdo a una sola maestra, la poeta Dolores Castro.
Ya en la vida profesional y a mi paso por diferentes redacciones me crucé con muchas más mujeres que peleaban la nota: Olga RivaPalacio, Marcela Mendoza, Mónica Martín, Rocío Galván, figuras que daban cátedras reporteriles.
Más tarde y con más “colmillo y callo” tuve como compañeras a Mónica del Castillo, Blanca Romero Monrroy, Julieta Lujambio, Adela Micha…
Me desvié del periodismo y me dediqué a escribir guiones y a la publicidad. Y ahí también me topé con mujeres empáticas pero nunca, nunca sentí, en términos generales, ni en el entorno de mi madre ni en el que me tocó vivir, la solidaridad que respiré durante la presentación formal de la plataforma @Opinion_51 entre tanta vieja chingona.
Fue LA LECCIÓN de mi vida.
Enseñanza que comenzó hace casi una década cuando “conocí” a Soledad Durazo al aceptar colaborar con Sergio Romano en el noticiario que hacía junto con ella.
Desde entonces y gracias a ella entendí la palabra sororidad.
Pero… ah! ese pinche PERO que siempre, siempre aparece…
Luego de este texto “breve” introductorio viene la pregunta que me persigue aún antes de iniciarme en los medios (que, por cierto, no es una ausencia exclusiva en las y los periodistas) y que en lo personal me representó una lucha encarnizada por abrirle espacio a mi apellido materno, ese al que siempre ponían pretextos para no incluir en mi firma: “es muy largo”, “no es necesario”, “qué payasada”
Nunca cedí.
Fue y ha sido mi mayor orgullo.
Fue mi manera de visibilizar a la mujer.
Suene largo, se mal entienda, no quepa, lleve “dedazos”… siempre está ahí.
Soy Claudia Pérez Atamoros.
Yo ,sí tengo madre.
En sororidad de Opinión 51 la noche del pasado jueves, se escucharon voces potentes y frases imperdibles y repletas de sabiduría aquí una de ellas que debiera ser nuestro Tótem:
“nosotros somos porque fueron y las que serán, serán porque somos”. Alma Delia Murillo.
En este texto mencioné a 22 periodistas mujeres, ni una sola con ambos apellidos.
En la presentación de Opinion_51 no escuché, tampoco, ningún materno.
Pero… vivas o muertas, todas nacimos de ellas.
Qué hermoso sería que en nuestras firmas y en la vida cotidiana siempre estuviera presente el apellido de esa persona que cuando “nos la mientan”, nos duele tanto.