Algunas personas son más sensibles al frío y esto no es discutible. Lo que resulta más complejo es discernir por qué hay individuos más frioleros o calurosos. Para responder hay que empezar por el principio: el sistema de termorregulación de nuestro organismo, que activa los mecanismos fisiológicos necesarios para adaptarnos a la temperatura exterior y nos proporciona las señales que nos indican que cuando hace frío tenemos que adoptar medidas como abrigarnos o comer alimentos ricos en grasa o hidratos de carbono para mantener nuestro cuerpo entre 35 y 37 ºC.
El centro de operaciones de ese sistema de termorregulación se encuentra en el cerebro. De forma simplificada, cuando se produce un cambio de temperatura, en la región cerebral conocida como hipotálamo se ponen en marcha unos mecanismos de compensación para conservar la energía calórica y lograr una mejor eficiencia energética. La información se transmite al cerebro gracias a unos termorreceptores en la piel, que son unas terminaciones nerviosas que detectan el frío y el calor.
Influencia de la genética y otros factores
Todos tenemos ese sistema de termorregulación, pero en cada uno de nosotros funciona de una forma diferente, lo que puede tener una gran influencia en nuestras percepciones del frío y el calor, así como en la adaptación de nuestro organismo a los cambios bruscos de temperatura. “Todas las personas percibimos de forma distinta el frío porque tenemos diferentes respuestas biológicas ante la misma temperatura a la que estamos expuestos”, asevera Jenny Dávalos, miembro del Grupo de Trabajo de Dermatología de la Sociedad Española de Médicos Generales y de Familia (SEMG).
La dotación genética de cada persona parece jugar un papel fundamental en la regulación de los mecanismos compensadores de la temperatura. De esta manera, “una persona que tenga mayor tendencia a la piel grasa tendrá más protección ante las temperaturas externas y menor pérdida de calor interno”, señala la experta. También se ha observado que una mayor cantidad de grasa corporal proporciona más protección para el frío y que quienes son delgados son más vulnerables antes las bajas temperaturas, pero esto no quiere decir que todas las personas con sobrepeso vayan a ser calurosas y todas las flacas frioleras, ya que también intervienen otros factores.
Por ejemplo, el estado de ánimo tiene cierto impacto. “El estrés continuo afecta negativamente a todo nuestro cerebro; afecta a genes que regulan el estado de ánimo y constituye un factor que dificulta una correcta respuesta al frío”, expone Dávalos.
¿Las mujeres son más frioleras?
El sexo femenino se lleva la peor parte cuando se trata de soportar ambientes gélidos. Siempre se ha dicho que las mujeres son más frioleras y tanto la experiencia como la ciencia lo corroboran. La médica de familia precisa que “están más preparadas para afrontar las temperaturas extremas y, precisamente por ello, son más frioleras”. Sus mecanismos de termorregulación funcionan mejor, pero “las señales que llegan al cerebro provenientes de la piel se traducen como frío y sienten la necesidad de cubrirse”.
Un equipo internacional que contó con investigadores de la Universidad de Granada se propuso demostrar científicamente que las mujeres sienten más frío después de comer. Ingerir alimentos provoca un incremento en el gasto energético del organismo, un aumento de la temperatura corporal y el estrechamiento de los vasos sanguíneos (vasoconstricción) en algunas partes del cuerpo. La investigación, publicada en Clinical Nutrition, constató un mayor incremento de la temperatura de la piel y una mayor vasoconstricción en las mujeres que en los hombres después de haber ingerido un batido energético.
Entre las hipótesis que explicarían esta diferencia en función del sexo estaría la posibilidad de que las mujeres tengan una proporción distinta de termorreceptores en la piel. También se estudia la influencia del tamaño del área del hipotálamo responsable del sistema termorregulatorio. Pero la teoría que parece más plausible para los investigadores granadinos es la que se centra en las diferencias entre hombres y mujeres en las redes vasculares en las manos, que explicaría las divergencias apreciadas en el estrechamiento de los vasos sanguíneos.
Los factores hormonales también podrían intervenir en la eficiencia de los mecanismos de regulación de la temperatura.
La influencia de la subjetividad
Y, por supuesto, no podía faltar el influjo de la subjetividad en la percepción del frío. Un estudio publicado en la revista Plos One evaluó la sensación de frío o calor de un grupo de personas a las que se les mostraron varios vídeos en los que los actores introducían su mano derecha o izquierda en agua caliente o fría. Curiosamente, se produjo un efecto contagio: la temperatura de las manos de los observadores se modificaba en función del vídeo que estuviesen viendo, en concordancia tanto con la mano del actor como con el tipo de agua en el que la sumergiese. Este contagio era mucho más evidente cuando se trataba de agua fría.
La temperatura corporal media de cada persona también tiene su papel en esta historia. Lo normal es mantenerse en 36-36,5 ºC. “Si una persona tiene habitualmente una temperatura media por encima o por debajo de estos valores es un signo de que no presenta una regulación óptima”.
No obstante, parece que la temperatura corporal de la población no ha sido siempre la misma. Recientemente, el equipo de Julie Parsonnet, de la Facultad de Medicina de la Universidad de Stanford en California (Estados Unidos), ha investigado las variaciones registradas en los últimos 200 años y ha podido comprobar que la media ha bajado cinco décimas desde 1.800 hasta nuestros días, pasando de 37 ºC a 36,5 ºC.
Situaciones patológicas
Una excesiva percepción del calor o del frío, así como una deficiente termorregulación, puede deberse a alguna situación patológica. Un buen ejemplo es lo que se conoce como fenómeno de Raynaud. Maurice Raynaud describió en 1862 a un grupo de pacientes que tenían cambios de color en sus dedos de las manos y los pies. “Estos cambios eran transitorios, causados habitualmente por el frío o el estrés”, explica Dávalos. Desde entonces se emplea el término “fenómeno de Raynaud” para definir estos episodios de cambio de color que adoptan los dedos de las manos y de los pies, color rojo y blanco “como si fuera una bandera conformada con franjas con estos colores”. Se trata de una manifestación de la alteración de la circulación de partes de nuestro cuerpo que están más distales.
La experta de la SEMG resalta que en las enfermedades inmunológicas “suele haber una desregulación térmica porque estas patología afectan a los factores que participan en la regulación de la temperatura”.