LO NUEVO Y LO NORMAL

PARACETAMOL

Por: Ana L. Coll

En mayo de 2008, cuando la crisis financiera mundial estaba en plena fase de expansión, Rich Miller y Matthew Benjamín, dos periodistas estadounidenses expertos en economía, introdujeron por primera vez la expresión “nueva normalidad” en un artículo escrito para la agencia de noticias Bloomberg News. Meses después, a principios del año 2009, el fondo de inversiones PIMCO, con sede en California, Estados Unidos, retomó el término para advertir que el final de la crisis no coincidiría con un retorno a los niveles de desigualdad existentes en el periodo anterior a la bancarrota,  que ya eran galopantemente desalentadores, más bien al contrario, ese abismo entre una muy pequeña minoría y una mayoría casi absoluta de la población del planeta iba a continuar creciendo sin que nadie pudiera parar esta evolución. La profecía se cumplió como lo que seguramente fue, un modelo matemático de impecable diseño político económico y social. La grieta entre los más desfavorecidos y los pocos propietarios de la riqueza no cedió un milímetro y, en la mayoría de los países desarrollados al igual que en aquellos con desarrollo incipiente, la clase media fue engullida a los infiernos desde los que vieron, los unos, desparecer su forma de vida y, los otros, la esperanza de lo que se atisbaba que podía llegar a ser, en una o dos generaciones, su manera de vivir. Por aquella época, un político chino llamado Xi Jinping fue nombrado director de los Juegos Olímpicos de Pekín 2008 y, un mes más tarde, vicepresidente de la República Popular de China.

En los años siguientes la economía y la sociedad china vivieron una explosión sin precedentes, a la vez que la economía y la sociedad de los Estados Unidos y de la Unión Europea, condenada a ir a su rebufo, sufrieron una implosión de sus finanzas y del devenir cotidiano de sus habitantes nunca vividos antes en un periodo de prolongadísima paz.

Fue en la cumbre de la APEC del año 2014, celebrada en Pekín, cuando el anfitrión, Xi Jinping, que había sido nombrado presidente de China apenas u año y medio antes, dejó dicho en su discurso para todos los políticos que quisieran escuchar y tener en cuenta sus palabras, que el país que presidía había tomado un nuevo rumbo al que definió llamándole “nueva normalidad”. Una misma expresión para anunciar un nuevo clima sociopolítico, con base económica, completamente contrario al de los portavoces de Occidente. China realizaría la transición hacia lo nuevo y lo normal aplicando un recorte de su tasa de crecimiento, primando una optimización de las estructuras productivas dejando en un segundo lugar la producción de las grandes fábricas para aumentar su interés estratégico en la tecnología y en el comercio electrónico como nuevos sectores esenciales. Dicho plan, como es lógico imaginar, sería inviable si no hubiera unos trabajadores altamente cualificados y recompensados acorde a su preparación y una clase media con capacidad adquisitiva para realizar compras masivas. Durante esos dos días, del 12 al 14 de noviembre del 2014, Oriente declaró la guerra a Occidente. Una guerra, sin trincheras, bombardeos ni disparos de ametralladoras, pero una guerra que está causando muertos y víctimas colaterales como en la peor de las contiendas protagonizadas por la especie humana. En Estados Unidos, la aplicación de lo nuevo y lo normal, según decreto de las élites capitalistas, derivaron en un malestar de las clases medias y trabajadoras que tuvo como consecuencia la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca. Y Europa, una vez más al resuello, vio cómo se laminaba de manera implacable la esencia de la paz en Europa, el estado de bienestar, a la vez que la ultraderecha alcanza, imparable, cada día mayores cuotas de representatividad en todas las instituciones, desde las municipales a las comunitarias. Y, en el camino, ocurría la catástrofe del Brexit.

Apenas declarada la pandemia del coronavirus Covid-19, todos los presidentes del mundo cuyos países están dotados de sistemas de telecomunicaciones capaces de hacer retumbar sus voces en las cuatro esquinas del planeta, comenzaron a avisar a sus poblaciones y, al resto de las naciones, con la misma convicción que el Pontífice Romano declama urbi et orbi, desde Roma para el mundo, que lo que sucederá cuando esta pandemia sea historia, será algo llamado “nueva normalidad”. Sin tener en cuenta los factores geográficos, demográficos, los índices económicos o la casuística social, lo nuevo y lo normal es lo que, al parecer, nos espera a todos. Ahora bien, ¿dónde están los periodistas que tienen la obligación de trasladar a la opinión pública el milagro de una simbiosis tan perfecta en el discurso de los mandatarios que, más que una simbiosis, parece un milagro sacado de la misma Biblia? ¿Dónde están los periodistas que pregunten qué equipo o bando o bloque o facción de la nueva normalidad es la asignada a sus compatriotas, la de Xi, la OMS, la ONU, el Foro de Davos o bien la de Estados Unidos, el Fondo Monetario Internacional, Reino Unido y algunas, no todas, ¿las potencias de la Commonwealth? ¿Dónde están los periodistas que pregunten si Europa, alguna vez recuperará el aliento, aunque sea el mínimo necesario para decidir si va a alinearse con los unos o con los otros? Yo no sé ustedes, pero yo, los echo de menos.

En medio de este magma de confusión conducido por una clase política que, de manera universal, sólo puede calificarse como deficiente en su preparación intelectual, liderazgo y falta de ética, y unos profesionales de los medios de comunicación dedicados a la noticia menuda, al suceso escabroso o al escándalo de transcendencia insignificante, será el ciudadano, es decir, cada uno de nosotros, los que, además de pagar las facturas de lo colosales sinsentidos a los que nos vemos empujados, tendremos que sacar, por nosotros mismos, las conclusiones, fijándonos en los datos y en las noticias que raramente aparecen en las cabeceras de los periódicos o en los informativos de la noche. Por ejemplo, que el siete de abril del año 2020, cuando apenas llevaba el mundo tres semanas de confinamiento absoluto, Josep Borrell, Alto Representante de la Unión Europea para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, dijo en una rueda de prensa y con la misma tranquilidad con la que se dan los buenos días: “El Estado deberá nacionalizar empresas y esto será de forma permanente. Tendremos que acostumbrarnos a no considerar como una carga los sistemas públicos de seguridad o de salud de una sociedad, sino como a activos esenciales. Se cuestionará la reducción del Estado en los últimos años, la reducción de los servicios públicos y la reducción de la fiscalidad”. Y, por si quedaba alguna duda, desde entonces hasta estos momentos, Borrell, que antes de político fue catedrático de Matemáticas, es decir, un profesor, no ha dejado de ilustrar su mensaje con un mismo ejemplo. “Estamos aprendiendo de la crisis de la Covid-19 que Europa no puede mantener el actual estado de dependencia. En Europa no se fabrica ni un gramo de paracetamol. Ni un gramo. A ver si aprendemos”.

 

 

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