En 1972, el director de cine y extraordinario coreógrafo, Bob Fosse, estrenó su película “Cabaret”. En opinión de algunos, entre los que me encuentro, el único musical en el que no se le exige al espectador un ejercicio de infantilismo extremo ya que, en este caso, los actores no se dedican a cantar por las calles o a desarrollar la trama a base de gorgoritos que no vienen a cuento. En “Cabaret” la enorme Liza Minnelli y otros de sus compañeros cantan donde se suele cantar, por ejemplo, en un cabaret. Pero en esas tonadas reside buena parte de la línea argumental. En la primera escena el espectador se asoma a una sala de fiestas del Berlín de los años 30 sobre cuyo escenario, un maestro de ceremonias de claro aspecto homosexual y libertino, da la bienvenida al público formado por burgueses y aristócratas decadentes y, a juzgar por el incesante ruido de fondo, extremadamente despreocupados y parlanchines. La última escena es verdaderamente un cierre de oro: apenas unos meses después, el mismo maestro de ceremonias se despide de los clientes con un “hasta pronto” impostado que resuena en un local en el que el vocerío y risotadas de la audiencia han desaparecido, el maestro de ceremonias aprovecha para desaparecer de las tablas y la cámara se mueve hacia un espejo deformado donde es fácil distinguir que en el patio de butacas están sentadas numerosas personas que llevan en el antebrazo de sus chaquetas estandartes nazis.
El tercer y último debate para las elecciones presidenciales de Estados Unidos 2016 tuvo lugar el jueves 20 de octubre de ese año en Las Vegas, sin duda una ciudad ideal para un candidato que, carente de ideología, ha sustentado su carrera política en las prácticas del entretenimiento televisado. Cuando Chris Wallace, el moderador de aquel debate preguntó a Trump si, llegado el momento reconocería su derrota electoral, el orondo candidato se limitó a responder: “Se lo diré en su momento. Voy a mantener el suspenso”. Obvia decir que, el entonces candidato, no contaba con las armas de todo tipo que proporciona la jefatura del Estado. A muchos debió parecerles bien. Y otros muchos más rieron a carcajadas como si estuvieran contemplando la actuación de cómico de uno de los muchos casinos de la ciudad.
En apenas unas semanas, el próximo 3 de noviembre, los estadounidenses vivirán sus elecciones presidenciales 2020, las elecciones del año del coronavirus, la primera pandemia en 102 años que ha asolado a la Humanidad, a una Humanidad que vive en un mundo completamente diferente al de 1918 y que, además de la tragedia sanitaria está sirviendo como el inaudito acelerador imprescindible para el cambio paradigmático que le espera a nuestro mundo en cuestiones sociales, económicas y, por supuesto, políticas. El que todavía reconocemos como Imperio entregará su trono a China en unas condiciones que ninguno de nosotros podía imaginar apenas cuatro años atrás. Espejo deformado de esa decadencia es la elección de los dos candidatos que optan al Despacho Oval, porque si bien Donald Trump es una caricatura del partido republicano y de sus valores, el demócrata Joe Biden sólo puede presumir de estar por encima de las encuestas por tener como oponente a un fantoche, por la inteligencia de sus asesores que lo mantuvieron durante los meses de confinamiento a buen recaudo en su casa del estado de Delaware, desde el cual sólo apareció en contadas ocasiones en videoconferencias desde su sótano recitando todo tipo de obviedades.
Todo lo relacionado con las elecciones presidenciales 2020 se ha convertido en un vodevil, género de teatro que tanto éxito tuvo, precisamente, en los Estados Unidos a finales del siglo XIX. Un presidente excéntrico, de modos vulgares, señaladamente mentiroso, del que aún no se sabe si verdaderamente enfermó de COIV-19, qué tratamiento ha recibido y si realmente ya está curado para seguir recorriendo el país jaleado por sus seguidores que, en casi toda ocasión, parecen secundarios de una película de terror, pero que, pese a todo, mantiene una intención de voto del 40%. Un candidato anciano, de pocas luces, envuelto en varios escándalos, que susurra sin atreverlo a decir claramente que, en contra de lo que exige la Constitución podría retirarse al final de su primer mandato dejando como sucesora y candidata a la jueza Kamala Harris, su compañera actual de fórmula para la vicepresidencia. Es obvio que somos muchos a los que nos gustaría ver a una mujer al frente del país que todavía puede llamarse a sí mismo “el líder del mundo libre”, pero que esa mujer llegue por la puerta de atrás me parece una ofensa: heredar el cargo tiene algo de tristeza, algo de derrota y mucho de demérito, y sino pregúntenselo a Felipe VI.
En el primer debate de los candidatos Donald Trump y Joe Biden, ocurrido el pasado 29 de septiembre, Trump se negó a condenar a la banda neofascista, misógina, racista y xenófoba “Proud Boys” (“Chicos Orgullosos”). Su mensaje fue claro: “Dad un paso atrás pero manteneos preparados”. Al día siguiente miles de miembros de esa peligrosa asociación aparecieron con esas frases de mandato impresas en las camisetas que usan para sus correrías claramente delincuenciales. Preparados ¿para qué? Podría preguntarse cualquiera. La respuesta más obvia es: preparados para no reconocer el resultado electoral, repitiendo el amago que realizó en Las vegas en el último debate de la anterior contienda. La llama está encendida. A causa de las dificultades nacidas por la pandemia, los demócratas han hecho campaña recordando a los votantes su posibilidad de cumplir con su derecho y obligación ciudadana haciendo uso del voto por correo. Históricamente este método ha sido elegido muy mayoritariamente por votantes demócratas así que cabe la posibilidad, nada descabellada, de que los resultados de la noche electoral sean mucho más favorables para Trump que los que se publiquen tres o cuatro días después cuando haya concluido el recuento de las papeletas emitidas por correo. Imagínense lo que puede suceder la noche del tres al cuatro de noviembre de este año del coronavirus si el presidente del país más poderoso del planeta da por buenos unos resultados parciales o, si le son desfavorables desde el principio, se niega a reconocerlos y se atrinchera en la Casa Blanca. Y lo más importante: imagínenselo en este escenario de pandemia, porque asuntos raros ya sucedieron cuando, tras las elecciones del 2000, el año del milenio, unos jueces de Florida decidieron que el ganador de la contienda era George W. Bush Jr. y no Al Gore. Con seguridad los “Chicos Orgullosos” y otros muchos y muchas estarán preparados para cumplir la consigna de su Comandate en Jefe. Los “Chicos Orgullosos”, esa organización fundada por un canadiense y que en la actualidad dirige desde los Estados Unidos e América un sujeto cubanoamericano llamado Enrique Tarrio, que compagina esa función con la de director de la campaña electoral “Latinos For Trump” en el estado de Florida, un defensor del matonismo callejero que estuvo tres años en libertad condicional por robo y cuyo ideario es el supremacismo blanco (algo curioso proviniendo de un mulato), la expulsión de inmigrantes y cierre de fronteras (nuevamente asombroso siendo hijo de emigrantes), la liberación absoluta de la venta y uso de armas (dicho por alguien con antecedentes criminales) y la reducción del Estado a su mínima expresión y libertad sin cortapisas de las empresas (pese a que él ha recalado en los pesebres de los organismos públicos para mantener a flote su economía personal).
Todos hemos querido ser algo diferente a lo que somos en muchas ocasiones. Fantasías inofensivas. Un escritor aún con más frecuencia, por eso inventa mundos y habitantes que nunca existieron ni existirán. En estos momentos fantaseo de manera inocente con convertirme en el maestro de ceremonias de “Cabaret” y gritar sin perder la sonrisa: “A bientôt, adiós, auf wiedersehen”. Y good bye. Sobre todo good bye.