Respirar, ese proceso en el que los seres vivos absorben aire para obtener oxígeno y mantener funciones vitales, fue tu obsesión las últimas horas. Te aferrabas a respirar como un oso polar se aferra a un iceberg en medio de la desolación, como un alpinista se aferra a unas piedras antes de caer al abismo; como un alcohólico a la última botella. Los órganos ya no responden, pero el corazón sigue fuerte, dijo un médico. Y tú, que siempre viviste del corazón y con el corazón en la mano, en la cabeza, en la sonrisa; navegaste tu último viaje gracias a él. Porque era el corazón el que te caracterizaba. Era tu vivir de las emociones, a veces buenas, a veces malas, lo que te mantenía a flote.
Siempre me pregunté si serías una mujer triste. Te preocupaban tanto los problemas de los demás, por menores que fueran, que no tenía claro si viviste para ellos, o para ti, o para una idea, o para un sueño, o solo porque sí. Porque a la vez era tan fácil ponerte contenta: una comida, unos zapatos nuevos, una salida a la plaza. Un chaleco, unos estambres, una copa de vino. Un pastel. Un chocolate sin azúcar.
Respirar, ese trotar humano sobre el que todos andamos como señal de que seguimos en este mundo. Te dolía todo. Estoy segura de que te dolía todo. Tenías miedo, dijiste. Una cama de hospital y el fondo grisáceo y con olor a éter; el ruido de los pacientes, las enfermeras, los médicos. No te querías ir. Te preguntaron si querrías una fiesta de cumpleaños al salir del hospital y dijiste que sí. Luego dijiste, estoy asustada. No sé si tenías idea de que serían las últimas horas de tu viaje en este mundo, o si sospechabas que esta vez sí estabas en peligro. Tuviste tantas cirugías y tratamientos por tantos años que llegué a pensar que te habituarías al olor a hospital. Pero no es así. El ser humano no se habitúa a nada que no le guste.
Los órganos ya no funcionan, insistían los médicos. Sólo faltaba esperar. Pero ese no era tu plan, quizás. A tus 92 años querías otra fiesta, otro abrazo, otro juego con tus bisnietos, otro pastel. Otros zapatos, otro chaleco. Otro viaje.
Tengo dos años intentando escribirte y describirte y cada vez cuesta más trabajo. No sé por dónde empezar ni por donde terminar, abuela.
Pienso en ti y en tus ganas de vivir, en tus ganas de tejer, en tus ganas de hacer felices a los demás. Semanas para tejer un chaleco, un traje de baño, unas pantuflas. ¿En qué pensabas mientras tejías? ¿En quién? ¿Cómo contabas los días, las horas, la vida? ¿Quién te enseñó a ser feliz haciendo felices a los demás?
Pienso en ti y en tu vida difícil, que a su vez la hizo difícil para tus cinco hijas, que pariste y criaste y con las que te quedaste para sacarlas adelante después de que el abuelo te dejó para siempre. Pienso en tus sueños, pienso en tus recuerdos en el mar de Sinaloa. Y no sé por dónde empezar ni por donde terminar, abuela.
Ese imperio que construiste con tu corazón: el de tus hijas y sus hijos y sus nietos, amorosos todos, de buenos sentimientos, es tu mejor herencia.
Hoy hace dos años que te aferraste por última vez a respirar como el náufrago que, ya casi sin fuerza, no deja de remar en busca de alguna orilla. Como decía Cortázar,probablemente de todos nuestros sentimientos el único que no es verdaderamente nuestro es la esperanza. La esperanza le pertenece a la vida, es la vida misma defendiéndose. Y tú te defendías. Te defendiste hasta el final, hasta que no había manera, hasta que estabas pálida y rígida y con los ojos asustados y te costaba tanto esfuerzo inhalar y exhalar. Hasta que parecía que ya no habría otro suspiro y de pronto, después de muchos segundos, como una sorpresa cuando los actores de la obra regresan al escenario, volvías a expeler aire.
Hasta ese momento en el que se fueron todos, y te tomé de la mano, y te aseguré que todo iba a estar bien. Que nos cuidaríamos, que jamás te olvidaríamos. Hasta ese momento icónico y de horror en el que los aparatos del hospital marcan hasta cero los indicadores. Diciendo que ya, es el final y un ser humano dejó de estar aquí como lo conocimos para que su energía se vaya a otro lado. Hasta ese momento en que declaran oficialmente: ya no hay más después de esto.
Hoy, hace dos años que te aferraste a tu último respiro, y que esta familia se quedó sin su reina, sin su centro de reunión. Sin los chalecos tejidos, sin la repisa con recuerdos. Sin la insulina en el refrigerador, sin su bata en la ropa sucia.
Respirar, abuela, fue lo último que te vi hacer. Y con ello me quedo, con la esperanza defendiéndose.